Si, tengo una profunda fobia por
la obesidad y hago ejercicios
voluntarios y conscientes para no salir huyendo de un obeso. He de clarificar
que la fobia es más profunda si el individuo es
masculino. Tanto esfuerzo hago que no hace mucho establecí una pareja
evidentemente desigual e incluso temeraria con un gigante que me triplicaba el
peso. Claro que no quería que toda mi vida sexual fuese asfixiante y viendo que
no solo no lo iba a conseguir sino que amenazaba con matarme de amor, decidí
abandonarlo con otro sobreesfuerzo de mi voluntad en sentido contrario.
Aunque la historia sucedió mucho
antes, unos años antes, cuando quise ser científico en el corazón de London y
cogía el último metro a Walthamstow central, a las 11 de la noche, la mayoría
de los días desde Hampstead Heath y dos días en semana desde Tottenham Court
Road donde iba a aprender inglés a la academia que se anunciaba como “aquí
aprendió Gabriel García Márquez sus primeras conversaciones en inglés”. Academia
a la que llegué por casualidad, en un estado de compresión torácica cercana al colapso:
la tarde que descubrí la academia había
discutido en mi macarrónico inglés con mi compañera polish, una mujer autoritaria que intentaba mandarme al cielo por
decreto y organizarme la vida según sus católicas y estrictas normas. Tal era
mi desorganización mental que me senté en el primer escalón de la escalera que
comunicaba con las aulas de los primeros escarceos del Nobel en esa lengua,
rezándole al cuadro con la imagen de Gabo una letanía de deseos inconclusos y
difuminados por la angustia de no pertenecer a ningún sitio y la ofuscación que
mi testarudez había provocado hasta llevarme a aquel enmoquetado suelo
semimojado, donde no podía fumar ni comer ni vivir, menos aún follar. Llovía cuando salí de hacer la matrícula.
Además de empaparme intentaba fumar en los quicios de las puertas arropando el
cigarro de 50 pesetas con las dos manos.
A mil pelas el paquete cuando la pela era la pela. Sucedió que camino de
Tottemham Court me desdoblé en dos personas simultáneas, una acomplejada y otra
que miraba divertida esa hilarante situación a la que estaba expuesta constante
y definitivamente. Sus monerías me hicieron reir tanto y tan alto que llamé la
atención de un rubio despampanante que caminaba a mi lado.
-Perdone, señorita,-dijo en
correcto acento del sur – me encantaría reirme con usted. Me han robado el
coche, un ferrari nuevecito y no se que hacer con la desesperación. Soy de
Plymouth y hasta dentro de dos días no puedo volver.
-Ohhhh
–respondí- we have a problem. Y
seguí. No le entiendo una mierda. Si me lo escribe le contesto.
-Señorita, insistió. Ud ha
aprendido inglés en Buckingham Palace. Habla como si fuera del siglo XIX.
-Yo he pagado mis clases de inglés en la academia Colón, en Madrid. Por
eso no entiendo ni papa.
No recuerdo su nombre. No recuerdo
su rostro, recuerdo la risa y un papel servilleta con la conversación escrita
en verde, el único bolígrafo que llevábamos. Cuando nos despedimos me dijo
gravemente: -you need to be loved. Lo cual me sonó fatal aunque fuese verdad.
Cuando me enrollé con mi obeso
novio alemán, años después, por la playa de Copacabana, recordé la frasecita
del rubio de Plymouth que había perdido un Ferrari en algún sitio lejos de
London, tal vez porque el cerebro dividido recupera la memoria dividida
cuando los acontecimientos presentes la despiertan. Tal vez porque es una
ventaja tener un espectador de tus actos que está dentro de ti mismo. Y ¡zas!
rebobina en el momento que lo necesitas.
Bajé al metro a tiempo para coger
el último, me esperaba una hora hasta Walthamstow central, luego un parque
semidesierto hasta llegar a la casa familiar de mi compañera polish, una casa sacada de los 60, con
papel de dibujos cachemir verde y caqui tapizando el salón, zócalo de plástico
en el más puro estilo manchego y un enorme reloj de pared verde cuyos números
horarios eran balones de football con anagrama del Manchester. Yo tenía una
habitación por la que pagaba casi toda mi beca con un colchón de muelles
rabiosos con el que solía pelearme a diario. Ya en el andén una voz en off
empezó a alentarnos a abandonar el interior por amenaza de bomba. Allá iba,
escaleras arriba, soñando de nuevo con una salvación milagrosa que no se iba a
presentar. Porque en momentos en que falla la razón, uno cree en la divinidad
con tal ahínco que es posible que la divinidad se dé por aludida. Al llegar a
la calle ocupada por niños y adolescentes borrachos, tirados en las aceras
sobre el vómito de cerveza propio y ajeno, volví a verme como de tapadillo
desde las alturas mientras calculaba lo que me costarían 25 kilómetros de taxi
a las 11:30 de la noche. En el suelo una postal milagrosamente seca, envuelta
en celofán con una pintura de Katsusika Hokusai : the great wave of Kanagawa.
Un taxi se acercó y lo cogí con la seguridad de que ningún tsunami podría
alcanzarme esa noche encomendada como estaba al gran García Márquez a lomos de la ola de la gran noche londinense.
La historia empezó así, pero continua por los angares del subway , la única vida cooperativa que en aquellos años me hacía sentir en el mundo.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario