martes, 21 de julio de 2015

The great wave




 

Si, tengo una profunda fobia por la obesidad y  hago ejercicios voluntarios y conscientes para no salir huyendo de un obeso. He de clarificar que la fobia es más profunda si el individuo es  masculino. Tanto esfuerzo hago que no hace mucho establecí una pareja evidentemente desigual e incluso temeraria con un gigante que me triplicaba el peso. Claro que no quería que toda mi vida sexual fuese asfixiante y viendo que no solo no lo iba a conseguir sino que amenazaba con matarme de amor, decidí abandonarlo con otro sobreesfuerzo de mi voluntad en sentido contrario.

Aunque la historia sucedió mucho antes, unos años antes, cuando quise ser científico en el corazón de London y cogía el último metro a Walthamstow central, a las 11 de la noche, la mayoría de los días desde Hampstead Heath y dos días en semana desde Tottenham Court Road donde iba a aprender inglés a la academia que se anunciaba como “aquí aprendió Gabriel García Márquez sus primeras conversaciones en inglés”. Academia a la que llegué por casualidad, en un estado de compresión torácica cercana al colapso: la  tarde que descubrí la academia había discutido en mi macarrónico inglés con mi compañera polish, una mujer autoritaria que intentaba mandarme al cielo por decreto y organizarme la vida según sus católicas y estrictas normas. Tal era mi desorganización mental que me senté en el primer escalón de la escalera que comunicaba con las aulas de los primeros escarceos del Nobel en esa lengua, rezándole al cuadro con la imagen de Gabo una letanía de deseos inconclusos y difuminados por la angustia de no pertenecer a ningún sitio y la ofuscación que mi testarudez había provocado hasta llevarme a aquel enmoquetado suelo semimojado, donde no podía fumar ni comer ni vivir, menos aún follar.   Llovía cuando salí de hacer la matrícula. Además de empaparme intentaba fumar en los quicios de las puertas arropando el cigarro de 50 pesetas  con las dos manos. A mil pelas el paquete cuando la pela era la pela. Sucedió que camino de Tottemham Court me desdoblé en dos personas simultáneas, una acomplejada y otra que miraba divertida esa hilarante situación a la que estaba expuesta constante y definitivamente. Sus monerías me hicieron reir tanto y tan alto que llamé la atención de un rubio despampanante que caminaba a mi lado.

-Perdone, señorita,-dijo en correcto acento del sur – me encantaría reirme con usted. Me han robado el coche, un ferrari nuevecito y no se que hacer con la desesperación. Soy de Plymouth y hasta dentro de dos días no puedo volver.

-Ohhhh –respondí- we have a problem. Y seguí. No le entiendo una mierda. Si me lo escribe le contesto.

-Señorita, insistió. Ud ha aprendido inglés en Buckingham Palace. Habla como si fuera del siglo XIX.

-Yo he pagado mis clases de  inglés en la academia Colón, en Madrid. Por eso no entiendo ni papa.

No recuerdo su nombre. No recuerdo su rostro, recuerdo la risa y un papel servilleta con la conversación escrita en verde, el único bolígrafo que llevábamos. Cuando nos despedimos me dijo gravemente: -you need to be loved. Lo cual me sonó fatal aunque fuese verdad.

Cuando me enrollé con mi obeso novio alemán, años después, por la playa de Copacabana, recordé la frasecita del rubio de Plymouth que había perdido un Ferrari en algún sitio lejos de London, tal vez porque el cerebro dividido recupera la memoria dividida cuando  los acontecimientos  presentes la despiertan. Tal vez porque es una ventaja tener un espectador de tus actos que está dentro de ti mismo. Y ¡zas! rebobina en el momento que lo necesitas.

Bajé al metro a tiempo para coger el último, me esperaba una hora hasta Walthamstow central, luego un parque semidesierto hasta llegar a la casa familiar de mi compañera polish, una casa sacada de los 60, con papel de dibujos cachemir verde y caqui tapizando el salón, zócalo de plástico en el más puro estilo manchego y un enorme reloj de pared verde cuyos números horarios eran balones de football con anagrama del Manchester. Yo tenía una habitación por la que pagaba casi toda mi beca con un colchón de muelles rabiosos con el que solía pelearme a diario. Ya en el andén una voz en off empezó a alentarnos a abandonar el interior por amenaza de bomba. Allá iba, escaleras arriba, soñando de nuevo con una salvación milagrosa que no se iba a presentar. Porque en momentos en que falla la razón, uno cree en la divinidad con tal ahínco que es posible que la divinidad se dé por aludida. Al llegar a la calle ocupada por niños y adolescentes borrachos, tirados en las aceras sobre el vómito de cerveza propio y ajeno, volví a verme como de tapadillo desde las alturas mientras calculaba lo que me costarían 25 kilómetros de taxi a las 11:30 de la noche. En el suelo una postal milagrosamente seca, envuelta en celofán con una pintura de Katsusika Hokusai : the great wave of Kanagawa. Un taxi se acercó y lo cogí con la seguridad de que ningún tsunami podría alcanzarme esa noche encomendada como estaba al gran García Márquez  a lomos de la ola de la gran noche londinense.
La historia empezó así, pero continua por los angares del subway , la única vida cooperativa que en aquellos años me hacía sentir en el mundo.

(continuará)