sábado, 22 de septiembre de 2012

CAPITULO PRIMERO: LOS ABANDONOS


(LIBRO PERRUNO)

Nunca tuve animales de compañía hasta pasados los cuarenta años. No porque no me atrajera acariciar a un bebote de cualquier raza o especie, sino porque simultáneamente pensaba en mi vida contra reloj y contra pronóstico, sin casa donde establecer más futuro que el mañana inmediato, sin más sueldo que el de ir tirando sin concesiones al semi lujo, sin más proyectos que los puramente profesionales , casi siempre fallidos o mendigados. Había una tiendita de mascotas en mi barrio en la que me embobaba los sábados de compra semanal, Y mientras mi inocencia se divertía con aquellos seres enjaulados en metacrilato , mordiendo recortes de periódico y haciendo monerías con las bolitas de comida, mi conciencia maquinaba mis condiciones ambientales y enumeraba posibilidades de conseguir uno de aquellos seres de escaparate. Tras sopesar con angustia el mañana, decidía que jamás pisarían mi espacio. Me marchaba cabizbaja, como cuando encontraba en el patio algún gorrión extraviado del nido y sabia que no llegaría a la tarde, que ni aún dejándolo con amor sobre el tejado cercano, encontraría el camino a la vida. Ese dolor que produce la frustración de lo que es justo pero  imposible.

Tras muchas vueltas a los caminos de la contratación y el paro, las oposiciones, la no previsiones o los proyectos que acababan en tablas,  culpas o trabajos basura, alguien cercano, me dejó en la puerta un ser gatuno bellísimo de ojos mostaza y pelo sedoso. Su condición de bebé rechoncho y peludo le valió el nombre de Bolita, una emperatriz que despertó en mi vida el afecto incondicional por los seres que proyectan todo lo que son en la intimidad de una mirada.  

En años posteriores mi vida se fue llenando de perros abandonados, apaleados, desahuciados, no deseados, juguetes de personas pequeñas , que venían con su mochila de recuerdos silenciosos , su impronta de abandono, su cerebro lastimado por manos sádicas y pies corruptos, sus miradas de niño agazapado en el recuerdo del dolor y en la posibilidad de que solo ese sentimiento fuese el único en la vida. Porque la mente de un ser vivo –al que le hemos robado su territorio natural y su madurez vital- que no tiene más trayectoria que la frustración de las necesidades básicas ni más mano que la que le roba la alegría de vivir, no puede inferir que el mundo auténtico acercará su mano para remendar la energía herida que llamamos peligrosamente alma en alguien que , según todas las creencias , no ha de tenerla.  
(Continuará)